Cuando pienso que desde los miles de testimonios, he entrado ya a las entrañas de este conflicto armado y que atrás habían quedado los horrores de los cuerpos destrozados de miles de hombres, mujeres y niñxs, de nuestros campos; un día cualquiera, mientras todo mi ser batalla para impedir que la pandemia deje en mi boca el sabor de la desesperanza, una noticia nacional me estremece: En Risaralda, el cuerpo y el alma de una niña Embera han sido secuestrados y violados por siete hombres adultos armados. Hombres que forman parte del grupo de “héroes de la patria”, responsables de proteger nuestras vidas y patrimonios.
Sororamente me miro al espejo, veo mi cuerpo de mujer, pero en él no estoy yo, está ella. En carne viva siento su terror, miro a mi alrededor sin ni siquiera entender las extrañas palabras que expulsan por sus bocas. Uno tras otro me roban el alma mientras sus anatomías quiebran mi cuerpo. Este pequeño cuerpo donde apenas asoman los volcanes de mi pecho que hasta ayer anunciaban la hermosa mujer que ya no seré.
Recojo los pedazos que de mi quedaron y huyo para buscar el refugio de mi familia, de mi comunidad y justo cuando los encuentro aparecen muchos otros extraños que prepotentemente creen saber lo que mi alma y mi cuerpo, de mujer y de pueblo, necesitamos ahora para sanar. Me arrancan de mi familia y de mi comunidad y me traen a un lugar extraño para seguir hablando de formas que, en mi extrema soledad, no entiendo.
Sin mostrar un respeto verdadero por el pueblo embera, el Estado colombiano asume frente a él, una sofisticada discriminación que, a través de un discurso envuelto en palabras como derechos, justicia, castigo, le arrebata el ejercicio de la justicia propia a quienes ante los ojos de la niña son los únicos que tienen la autoridad para ejercerlo, le roba la posibilidad de sanar mediante su propio ritual, el único capaz de restablecer el equilibrio natural en ese ser de niña embera que es, como diría Galeano, el dedo de una misma mano y que pertenece a un pueblo que también se funde en ella.
Hoy el Estado colombiano, al referirse al Plan Marco de Implementación del Acuerdo de Paz de 2016, afirma entender, aceptar y respetar la importancia del diálogo intercultural, mientras las comunidades continúan clamando por la aplicación de enfoques étnicos en las medidas que define para proteger la vida e integridad de los pueblos indígenas y afrosdecendientes; pero, cuando proceden como lo han hecho para atender el caso de esta niña, me pregunto: ¿realmente entendemos de qué se trata? ¿Sabemos el significado de ser colombiano? ¿Comprendemos realmente que nuestra identidad está definida por la existencia de estas otredades? ¿Somos conscientes de que cada ataque contra unx de ellxs, es a la vez el desgarre profundo de nuestra propia identidad?
Cuando apenas recobro el aliento, como un rayo que me parte en miles de pedazos, me cae la noticia de otra niña violada, durante varios días, esta vez de la comunidad Nukak Makú del Guaviare, en las instalaciones militares del batallón Joaquín París en septiembre de 2019. En la noche, mi dignidad de mujer se ofende con las declaraciones de un alto mando militar que reconoce la ocurrencia de estos hechos, de nuevo atroces, mientras afirma que los responsables siguen vinculados activamente al grupo de “héroes de la patria” y solo fueron cambiados de región. Si al Estado ahora le interesa frenar la violencia contra nuestrxs niñxs ¿por qué estos presuntos autores no están detenidos? ¿No se siente deshonrado el Ejército Nacional, con estos miembros entre sus filas?, porque yo sí.
En menos de un año, la opinión pública, ha sido testigo de un patrón de actuación en el que las víctimas son niñas indígenas, que son secuestradas, cosificadas, vejadas, violadas y aterrorizadas, mientras sus comunidades han sido desconocidas, borradas, y, esto antes que ser fortuito, da cuenta de cómo subsiste el racismo, la exclusión y la discriminación en buena parte de la sociedad colombiana, en los miembros del ejército –soldados rasos y de rangos altos y medios-, en las cabezas de nuestras entidades de justicia, en nuestro dirigentes políticos e incluso en las entidades responsables de proteger los derechos de la niñez.
Nuestra sociedad necesita sanar su propia identidad y para ello, en un mundo con verdadera justicia social, seríamos capaces de honrar nuestras raíces con un acto ejemplar: tendríamos un Presidente de la República capaz de compartir el poder de la justicia con aquella autoridad indígena que, en el sentir de la víctima, es la autoridad legítima, que sin temblor en sus manos impusiera un doble castigo a los violadores. En este mundo utópico, los violadores, serían entregados a las comunidades indígenas para que ellas mismas realicen su asamblea, juzguen y apliquen el castigo en el marco de su justicia propia, para luego ser devueltos a la justicia ordinaria, que, obrando de manera complementaria, aplicara su juicio y su sentencia. También se ocuparía, como primer representante del Estado, de brindar a estas comunidades todas las posibilidades, entre ellas, las económicas, para que pudieran realizar su masivo ritual de limpieza y sanación, equilibrando las energías de la muerte y de la vida, única opción para renacer.
El poder corrompe y el poder absoluto que deviene de las armas, en medio de una comunidad indígena, corrompe aún más. Por ello, pensando en poner a salvo los trozos de identidad nacional que aún me quedan, exorcizo el dolor en este escrito y desde mi mundo utópico, clamo porque el Estado ordene de inmediato la salida del Ejército Nacional de toda comunidad indígena y que, a futuro, solo permita el asentamiento de destacamentos militares, por causas de fuerza mayor, de manera excepcional y temporal, en aquellas comunidades indígenas que así lo soliciten, previa concertación de las medidas de prevención de los daños que pudieran derivarse de su presencia y un claro protocolo de actuación para la reparación en caso de que ello ocurriera.
Ahora recobro el aliento porque todo es posible en el país de la utopía.